La balada de Narayama es una película sobre la dura supervivencia de un enclave situado en una zona escarpada. En su argumento se plantean temas escabrosos como el infanticidio y la eutanasia a los ancianos, justificados por motivos religiosos. La supervivencia de unas gentes embrutecidas por sus condiciones de vida que les llevan a extremos aberrantes como enterrar viva a una familia por robar comida a su vecindario.
La visión de Shôhei Imamura es muy realista. Incluyendo las explícitas escenas de sexo mostrados además con verdadera suciedad, despojada del glamour de dichas secuencias.
El viaje hacia la muerte de la anciana madre es dura y cruel. Una población alienada por creencias bárbaras, ancladas en el pasado. Una ignorancia que se reproduce a sí misma de generación en generación.
Si la versión de 1958 dirigida por Keisuke Kinoshita se rodó en estudio con decorados artificiales, lo que le restaba credibilidad, la versión de 1983 fue rodada en escenarios naturales dando una imagen mucho más realista de las incidencias de la novela.
Una sociedad cerrada en sí misma, ignorante y de pocas luces, donde la gente se pasa el día trabajando para poder comer y que sufre las inclemencias del tiempo de forma implacable. Una sociedad que no puede permitirse el lujo de la moral tradicional que todos conocemos.
La familia enterrada viva en una secuencia impactante y cruel destapa su naturaleza, los ladrones matan también de hambre a sus vecinos al privarles de su sustento y de su esfuerzo laboral. Una comunidad que prácticamente se rige por la ley de la selva.
El tiempo ha convertido al filme de Imamura en todo un clásico. Un clásico indiscutible del gran cine japonés, de los grandes narradores del Imperio del Sol Naciente como Ozú y Kurosawa, un cine donde se cuida a la perfección la imagen hasta el menor detalle. Un cine rico en gestos, silencios y sentimientos. Un cine con un ritmo lento típicamente oriental. Un cine que provoca entusiasmos en Occidente porque representan una cultura rica y poderosa.
Salvador Sáinz